El
calor que atenazaba su cuerpo se acentuaba por el contraste del frio reinanante
a su alrededor. Todo era silencio. De pronto los primeros copos de nieve
rozaron su piel para calmar el fuego que alimentaba su alma para poco a poco
dejarlo en cenizas que el tiempo se llevaría como si de viento se tratase
aunque dejando una cicatriz en el recuerdo que siempre permanecería. Se mentiría
a sí misma si se intentara convencer de que sentía remordimientos pues tan solo
estaba ejerciendo con su trabajo. Era una guerrera, aunque otros la calificaban
como las más cruentas de las cazadoras o mercenarias. Sus víctimas tenían rostro
pero no nombres, hasta ese día. El encargo era claro, una flecha limpia directa
al corazón sin dejar huellas, sin dejar espacio al sufrimiento. Los copos de
nieve aislados se convirtieron en una tempestad que desplegaba ante su mirada
una cortina de blanco translucido que apenas le dejaba ver sus pasos. Ruido, alguien
se acercaba llevando consigo un canturreo alegre. Alzó el arco y aquel rostro
tantas veces escrutado, tantas veces añorado y de sobras conocido se paralizó
en una mueca que buscaba el entendimiento de la situación. Un titubeo antes de
lanzar la flecha. Una lágrima rogando compasión sin saber la razón. Otra
lágrima pidiendo perdón por lo que aun no había acontecido. Un siseo. Un sonido
sordo. El blanco fue roto por el color rojo de la sangre.
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