El
fuego se propagó con tal rapidez por cada rincón de la fortaleza que poco
pudieron hacer por todos los que allí habitaban pues a duras penas consiguieron
escapar ellos mismos. El enemigo era más fuerte y les ganaba terreno a cada
segundo que pasaba. Sin duda aquellos eran sus últimos instantes de vida; no
perecerían entre el calor de las llamas pero si bajo el yugo de la espadas de
los opresores. Ambos conscientes de la temible verdad se miraron a los ojos
para encontrar en medio del dolor y el sufrimiento un remanso de paz, pero un
fuerte estruendo y el asfixiante humo que entraba por sus pulmones borró toda
sensación de sosiego. Caballos, portadores de jinetes ansiando sangre,
galopaban directos a la pareja de amantes. Las pocas fuerzas que ambos albergaban
no serian invertidas en oponer resistencia al trágico final, no. Con sus últimas
fuerzas se perdieron en un abrazo que pronto se convirtió en un mar de caricias,
fundiéndose el uno en el otro cual horizonte une agua y cielo, consiguiendo
perder así la frontera que delimita una piel de otra para luego sucumbir en un beso
voraz y apasionado dónde solo había cabida para el adiós. Un instante de felicidad; otro instante de dolor y con un
golpe de espada, asestada con más atino que fuerza por la mano del enemigo, dos
riachuelos de sangre brotaron detrás de respiraciones agitadas mientras ambos
corazones con el sonido de su último latido se brindaban mutua consuelo estando
acompañado este por el susurro de unos labios que prometían amor eterno.
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