Con el pergamino en sus manos aquellos símbolos que hasta
aquel momento le parecieron ilegibles cobraron vida ante sus ojos pudiendo así descifrar
el secreto que solo le seria revelado a la sacerdotisa elegida. Sus labios
pronunciaron palabras hechas solo para los oídos de los dioses provocando así
su ira; humanos corrompidos por la sed de poder alardeaban de astucia e inteligencia
que en realidad era confundida con la seguridad
proporcionada por la dulce ignorancia que sirve como cura de la amargura del no
saber. A modo de castigo a tal profanación las paredes del templo se
derrumbaron atrapando la vida de aquellos que rogaban un milagro a unos dioses
que poco estaban por la labor. El grito y los llantos de los más gallardos no
consiguieron esconder las palabras que aun recitaba la sacerdotisa presa de un
conjuro ajeno a su poder. Los gritos cesaron, la voz de la sacerdotisa se
silenció. El crepúsculo daba lugar a un nuevo día que la sacerdotisa saludaba a
sabiendas que los hechos acecidos se borrarían de las memorias ajenas pero jamás
hallaría consuelo al temor grabado desde entonces en su corazón.
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